Se acerca la solemnidad de Pentecostés, el próximo domingo, e inmediatamente después la vuelta —también gozosa— al tiempo ordinario en la liturgia. La Iglesia nos invita a continuar en el empeño del cumplimiento de los deberes habituales: la trama de nuestra lucha por la santidad. Aprovechemos el impulso recibido a lo largo de las semanas anteriores: la consideración del triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte, su resurrección y su ascensión gloriosas, y el envío del Paráclito, nos ha obtenido nuevos ánimos para que dirijamos la mirada a la verdadera meta de nuestro caminar terreno: el Cielo. Prosiguiendo una devoción de gran raigambre en la Iglesia, san Josemaría invitaba a preparar la fiesta de la Santísima Trinidad, el domingo siguiente a Pentecostés, con un triduo de adoración y de acción de gracias, el Trisagio angélico: tibi laus, tibi glória, tibi gratiárum áctio in sæcula sempitérna, o beáta Trínitas![1]: a ti la alabanza, a ti la gloria, a ti la acción de gracias, por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad beatísima!
El afán de llegar a gozar plenamente de Dios, elevando al orden sobrenatural la existencia cotidiana, es una característica de las almas que se toman en serio la vocación a la santidad. He sido testigo de cómo el queridísimo don Álvaro deseaba mantenerse bien unido al Señor aquí abajo, como un anticipo de la contemplación y amor eterno de Dios en el Cielo. Al igual que san Josemaría en sus últimos años, repetía con frecuencia las palabras del salmo: vultum tuum, Dómine, requíram[2]; Señor, buscaré siempre tu rostro. Las utilizaba para actuar en la presencia de Dios en medio del trabajo y de las tareas habituales.
La esperanza ayuda poderosamente a que el pensamiento se vaya a Dios en todas las ocupaciones. Las miradas de don Álvaro al sagrario o a las imágenes de la Virgen estaban colmadas de afecto, de piedad. Agradecía muy a fondo la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, y a Nuestra Señora sus cuidados maternales. Pregustaba con la fe la alegría de contemplar y gozar de Dios en el Cielo, no ya como aquí en la tierra, donde sólo podemos contemplarlo como en un espejo y con imágenes oscuras, sino cara a cara[3]. Por eso, aunque padecía una lesión en la columna vertebral, que a veces le procuraba un fuerte dolor que se irradiaba a las piernas, no dejaba de hacer una genuflexión pausada cuando pasaba delante del tabernáculo: estaba convencido de que esas molestias, ofrecidas a Dios, eran otro modo de honrarle y de esperar en Él.
Todos tenemos conciencia de que, aunque tratemos sinceramente de seguir de cerca los pasos del Señor, cotidianamente experimentamos nuestras limitaciones. El estado de salud o de enfermedad, las contrariedades de la jornada, las lógicas preocupaciones —que no nos deben quitar la paz— por las personas que amamos, por las necesidades de la Iglesia y de la sociedad, ofrecen materia para realizar actos de esperanza. San Josemaría aconsejaba renovar cada mañana con un sérviam! decidido —¡te serviré, Señor!—, el propósito de no ceder, de no caer en la pereza o en la desidia, de afrontar los quehaceres con más esperanza, con más optimismo, bien persuadidos de que si en alguna escaramuza salimos vencidos podremos superar ese bache con un acto de amor sincero[4].
La existencia de un discípulo de Jesucristo no se traduce en una negación continua, ni en reprimir los deseos de felicidad que anidan en el corazón. Más aún, como escribió el Papa Benedicto XVI: «Nosotros necesitamos tener esperanzas (...), que día a día nos mantengan en camino»[5]. Así se expresaba en una encíclica, reconociendo que «a lo largo de su existencia, el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según los períodos de su vida»[6], que le ayudan a fijarse metas, a no cejar en su peregrinar terreno. Con frecuencia, esos planes humanos lo ocupan todo y no dejan lugar a otras esperanzas. Sucede sobre todo a la gente joven y a quienes comienzan a abrirse camino en la actividad profesional, que quizá pueden experimentar una especie de espejismo engañoso. Pero, cuando esas aspiraciones fracasan, o no se cumplen como uno había deseado —comentaba Benedicto XVI—, «se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar (...). Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar»[7].
En los meses que faltan para el 27 de septiembre, fecha de la beatificación de don Álvaro, me gusta pensar en la figura de mi predecesor, tan leal a Dios, que siguió con fidelidad el ejemplo y las enseñanzas de san Josemaría, también en su afán por alcanzar la dicha del Cielo. En la tierra era una persona feliz y optimista, porque amaba esta virtud sobrenatural de la esperanza, que suplicaba a Dios cada día. Con palabras que también yo escuché muchas veces a nuestro Fundador, don Álvaro utilizaba una jaculatoria muy adecuada para fomentar ese temple, sobre todo cuando se notan con mayor fuerza la propia debilidad o los límites de nuestro yo. Repetía: Señor, no te fíes de mí; yo sí me fío de ti. Lo recomendaba también a quienes le escuchaban, especialmente si alguien se consideraba incapaz de corresponder a la gracia, por el peso de sus faltas y defectos. Animó a todas y a todos a colocar su confianza en Dios, poniendo al mismo tiempo los medios humanos a su alcance.
Con la certeza de que el Señor está siempre atento a nuestras necesidades, es preciso considerar aquella exhortación del Fundador del Opus Dei: ¡Hay que moverse, hijos míos, hay que hacer! Con valor, con energía, y con alegría de vivir, porque el amor echa lejos de sí el temor (cfr. 1 Jn 4, 18), con audacia, sin timideces (...). Tenéis que huir tanto de la actitud del intrépido que todo lo ve fácil, porque cree que le sobran energías, como del encogimiento del tímido, que todo lo ve con dificultad insuperable, porque cree que no tiene fuerzas.
Pero no olvidéis que, si se quiere, todo sale: Deus non dénegat grátiam; Dios no niega su ayuda, al que hace lo que puede[8].
Recuerdo un episodio de la década de 1960, que muestra cómo se servía don Álvaro de cualquier detalle para fortalecer su esperanza. Había pedido a nuestro Padre que le escribiera unas palabras sobre una pequeña fotografía y, tras su filial insistencia, san Josemaría anotó el siguiente versículo de un salmo: hómines et iuménta salvábis, Dómine[9]; Tú salvarás, Señor, a los hombres y a los jumentos. Quizá le vino a la mente esa frase de la Escritura, porque la había meditado con frecuencia, pues se consideraba un borriquito delante de Dios. No excluyo que pensara en el mismo don Álvaro, rememorando el cariño y la fortaleza con que ese hijo le ayudaba a llevar con gozo la carga divina del Opus Dei. Cuando iba a anotar la fecha, don Álvaro leyó el texto ya escrito y, jugando con su apellido, comentó: esto abre un portillo a la esperanza. A san Josemaría le agradó la frase y, con rapidez y buen humor, añadió ese comentario en la fotografía.
En una meditación predicada a fieles del Opus Dei, nuestro Padre se dirigía al Señor con estas palabras: Jesús, Tú eres mi Dios, mi Hermano, mi Amor y mi Todo. ¿Cómo no voy a sentir plena confianza en ti? ¿Por qué no dar vuelos a la esperanza? Sí, hijos: contamos con razones fundadas, razones hasta materiales que nos permiten confiar plenamente en la Providencia de nuestro Padre-Dios. La seguridad de que es así nos lleva, otra vez, a humillarnos profundamente; pero esta humillación ha de ser confiada y llena de agradecimiento[10].
El Señor, en efecto, nos ha otorgado muchas pruebas de su predilección, que reafirman nuestra esperanza. Basta pensar en el portento de haber enviado al mundo a su Hijo muy amado, para rescatarnos del pecado y hacernos hijos suyos; en la asistencia constante del Espíritu Santo, que permanece y actúa en la Iglesia; en los medios de santificación —los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia—, que ha puesto a nuestro alcance; en la protección de su Madre, que es Madre nuestra; en el ejemplo de tantas personas que, con su respuesta alegre y sacrificada al Señor, nos impulsan a mirar más y más al Cielo. Como aseguran tantos Pontífices y Padres de la Iglesia, nos animan especialmente los santos y beatos que veneramos en los altares: una prueba irrefutable de que verdaderamente también cada una y cada uno puede aspirar a la santidad.
En este mes celebramos la fiesta de san Josemaría, que nos ha mostrado no sólo esta senda para arribar al Cielo por medio de las ocupaciones ordinarias, sino que nos ha enseñado el modo concreto de recorrerla. Ya estamos acostumbrados a ver su actividad sobrenatural en el mundo entero, con ocasión de las Misas que se celebran en torno a la fecha del 26 de junio, con tantas reacciones de conversión de muchas mujeres y de muchos hombres. Preparémonos para acoger personalmente esa lluvia de gracias y para ayudar a quienes se sienten impulsados por tan santo sacerdote a transformar su vida en camino hacia Dios.
En ocasiones, algunos —mujeres y hombres— podrán parecer impermeables a esa invitación. No nos cansemos de rezar por ellas y por ellos, de tratarlos con cariño y constancia. Podemos aplicarnos lo que el Papa Francisco escribe en su Exhortación apostólica Evangélii gáudium, y que diariamente nos hace percibir en su modo de acercarse a todos: estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza![11]. Es preciso, pues, anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio[12].
La esperanza llevaba a don Álvaro a no detenerse antes las dificultades. Desde que se incorporó al Opus Dei, en 1935, realizó ya un apostolado constante y optimista, convencido de que Dios siempre le asistiría; y en esa actitud perseveró hasta el final de su vida. Nadie que pasara a su lado, por cualquier motivo, se alejaba sin llevarse una oración suya, unas palabras de interés por su familia o su trabajo, un consejo espiritual... No se detenía ante la categoría de las personas: únicamente veía almas que el Señor ponía a su lado: el portero de un edificio, el bedel de un dicasterio de la Santa Sede, la azafata o el sobrecargo del avión en que viajaba... Así procedía también con las autoridades eclesiásticas o civiles, que incluso le llevaban muchos años de edad o gozaban de clara relevancia en la vida social. En ningún caso se detuvo por falsos respetos humanos. Acudía a esos encuentros, fortuitos o programados, con la seguridad de que el Señor le asistía, pues había visto ese ejemplo en el quehacer de san Josemaría.
En 1972, don José María Hernández Garnica, antes de fallecer, quiso redactar un memorándum en el que refiere su asombro ante el "atrevimiento" de don Álvaro —antes de recibir la ordenación sacerdotal— para realizar gestiones ante cardenales y obispos, ante ministros de un gobierno, ante autoridades locales. Como narran algunos de los biógrafos de don Álvaro, una vez el mismo don José María le preguntó si no se sentía poco a su aire, falto de seguridad, en ese tipo de encargos. La respuesta, llena de fe en Dios y de confianza en el ejemplo de nuestro Padre, fue ésta: «Me acuerdo de la pesca milagrosa y de lo que dijo san Pedro: in nómine tuo, laxábo rete. Pienso en lo que ha dicho el Padre y sé que, obedeciéndole, obedezco a Dios»[13].
A medida que se acerca la fecha de la beatificación, acudamos confiadamente a la intercesión de don Álvaro, pidiéndole que nos consiga del Señor esa esperanza optimista en la labor apostólica. Buen día es el próximo 25 de junio, cuando se cumplen setenta años de su ordenación sacerdotal, que recibió en Madrid junto a don José María Hernández Garnica y a don José Luis Múzquiz, cuyas causas de beatificación se hallan en curso.
El día 14 cumpliré, si Dios quiere, un año más; rogad por mí para que sepa seguir fielmente el ejemplo de estos santos pastores del Opus Dei, san Josemaría y don Álvaro. Continuad rezando mucho y a diario por el Papa y por los frutos de su reciente viaje pastoral a Tierra Santa, para que el Señor escuche sus plegarias por la paz y la unión de los cristianos. Y tened muy presente la expansión apostólica de la Obra. Hace pocos días estuve en Singapur, Taiwán y Corea, animando a vuestras hermanas y a vuestros hermanos en la tarea maravillosa de llevar la doctrina de Cristo, impregnada con el espíritu de la Obra, al gran continente asiático: toda la labor que hacen, invita a acompañarles cotidianamente con una Comunión de los santos intensamente vivida. ¡Cuántos millones de personas esperan allí el anuncio evangélico!
No me detengo en el aniversario del 26 de junio, aunque pienso que tengo obligación de añadir: si queremos servir a Dios, estemos muy unidos a san Josemaría; querámosle más, y que no pase ningún día —como escribió en una carta— sin contarle "nuestras pequeñeces", pues le interesa toda nuestra vida.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de junio de 2014
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