miércoles, 4 de septiembre de 2013

El Prelado del Opus Dei, impulsa a los fieles laicos a colaborar personalmente en la misión de la Iglesia.

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Os escribo desde Alemania, a la vuelta del viaje que he realizado por varios países de América del Sur, donde he tenido la alegría de estar con tantas hermanas y tantos hermanos vuestros y con muchas otras personas que participan del espíritu de la Obra. Demos gracias al Cielo porque, también con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, hemos experimentado, como decía Benedicto XVI, que la Iglesia es y será siempre joven y bella. De igual modo que me habéis acompañado espiritualmente durante esas semanas, seguid haciéndolo ahora, para que sean muy abundantes los frutos apostólicos.

Estamos considerando en estos últimos meses la hermosura de la Iglesia, reflexionando sobre las notas que la distinguen y que profesamos en el Credo. Por el Bautismo, fuimos introducidos en el redil de Cristo, y somos desde entonces ovejas de su rebaño. El Buen Pastor sigue cuidando de cada una, de cada uno, especialmente con la gracia que nos infunde en los demás sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, que nos identifica progresivamente con Cristo y nos convierte en miembros activos de su Cuerpo místico, en piedras vivas del Templo espiritual animado por el Paráclito; y en la Penitencia, donde el Señor nos perdona los pecados y nos concede fuerzas renovadas para vencer en la lucha espiritual.

Me da alegría considerarlo en vísperas de la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, el próximo día 8, porque en María vemos realizado plenamente el ideal al que todos hemos sido convocados. En efecto, desde su Inmaculada Concepción, la Virgen —inmune de todo pecado y llena de gracia— es la Hija predilecta de Dios Padre, el Templo vivo del Espíritu Santo, predestinada a ser la Madre del Verbo encarnado. Preparemos con cariño filial esta fiesta, felicitando a Nuestra Señora y llevándole —como buenos hijos suyos que deseamos ser— el regalo de nuestro amor filial y de nuestra fidelidad indiscutida a su Hijo Jesús. Tratemos de caminar muy pegados a Ella durante las demás memorias marianas del mes que ahora comenzamos, y siempre.

Quisiera, a la vez, que fijásemos nuestra atención en las fiestas que se cumplen en medio de este mes: la Exaltación de la Santa Cruz, el día 14 y, al día siguiente, la memoria litúrgica de la Virgen al pie de la Cruz, que es también el aniversario de la elección del queridísimo don Álvaro, primer sucesor de nuestro Padre al frente del Opus Dei.

Son fechas íntimamente relacionadas con la Iglesia, que recibe su fuerza salvífica del costado abierto de Cristo en la Cruz, con la colaboración de su Madre, la nueva Eva que, por designio divino, cooperó con Cristo, nuevo Adán, en la redención de la humanidad. Por esta razón, al concluir una de las sesiones del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI la proclamó Madre de la Iglesia; «es decir, Madre de todo el Pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título»[1]. Difícil es describir el júbilo de nuestro Padre al invocar a Nuestra Señora con ese título que, ya en tiempos anteriores, repetía en su devoción privada.

En María brillan con máximo esplendor todas las características esenciales de la Iglesia: la unidad estrechísima con Dios y con los hombres; la eximia santidad; la catolicidad por la que su Corazón está abierto a todas las necesidades de su hijos; y también la apostolicidad. Para estas semanas, me llena de gozo recordaros esta nota, con la que confesamos que la Iglesia «está edificada sobre sólidos cimientos: los Doce Apóstoles del Cordero (cfr. Ap 21, 14); es indestructible (cfr. Mt 16, 18); se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás Apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el Colegio de los Obispos»[2].

En la Virgen reluce este aspecto de la Iglesia. Fue Ella, en efecto, la que en Caná de Galilea facilitó que los primeros discípulos del Maestro tuvieran fe en Él, preparándolos para la llamada al apostolado que recibirían más adelante[3]. Y a su Madre se dirigió Jesús desde la Cruz, encomendándole el cuidado del apóstol amado y, en él, de todos los discípulos[4]. Santa María, fiel a este encargo, mantuvo unidos a los Apóstoles en espera de la Pentecostés[5]. Resulta conmovedor comprobar con qué dedicación siguió los primeros pasos de todos ellos en la primera evangelización, tras la venida del Paráclito, como recogen algunos testimonios de la Iglesia antigua. «La Virgen no sólo animaba a los Santos Apóstoles y a los demás fieles a ser pacientes y a soportar las pruebas, sino que era solidaria con todos en sus fatigas, los sostenía en la predicación, estaba en unión espiritual con los discípulos del Señor en sus privaciones y suplicios, en sus prisiones»[6]. Ahora, desde el Cielo, y aun con mayor eficacia, sigue empujando el apostolado de la Iglesia en el mundo entero: fortalece a los Pastores y a los fieles para que, cada uno según los dones y gracias recibidos, dé testimonio de Jesucristo y lleve su nombre, como san Pablo, ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel[7], al ámbito donde su vocación humana y divina le colocó.

Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que «toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de san Pedro y de los Apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que es "enviada" al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío»[8]. Nadie, pues, debe pensar que el encargo recibido por los Doce antes de la Ascensión de Jesucristo al Cielo es algo que concierne sólo a los ministros sagrados. En la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero uno solo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo. El que no tiene celo por la salvación de las almas, el que no procura con todas sus fuerzas que el nombre y la doctrina de Cristo sean conocidos y amados, no comprenderá la apostolicidad de la Iglesia[9].

En sus primeros meses de Pastor universal, el Papa Francisco no se cansa de recordar este gozoso encargo a todos los cristianos. De un modo u otro invita a preguntarse: ¿Cómo vivimos nuestro ser Iglesia? ¿Somos piedras vivas o somos, por así decirlo, piedras cansadas, aburridas, indiferentes? ¿Habéis visto qué feo es ver a un cristiano cansado, aburrido, indiferente? Un cristiano así no funciona; el cristiano debe ser vivo, alegre de ser cristiano; debe vivir esta belleza de formar parte del Pueblo de Dios que es la Iglesia. ¿Nos abrimos nosotros a la acción del Espíritu Santo (...) o nos cerramos en nosotros mismos, diciendo: "Tengo mucho que hacer, no es tarea mía?"[10]. Y recientemente, al concluir la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, ha lanzado el mismo llamamiento con especial insistencia a la gente joven, cuando resumía su mensaje en tres palabras: Vayan, sin miedo, para servir. Y explicaba: Pero ¡cuidado! Jesús no ha dicho: si quieren, si tienen tiempo, vayan, sino que dijo: "Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos". Compartir la experiencia de la fe, dar testimonio de la fe, anunciar el evangelio es el mandato que el Señor confía a toda la Iglesia, también a ti; es un mandato que no nace de la voluntad de dominio, de la voluntad de poder, sino de la fuerza del amor, del hecho que Jesús ha venido antes a nosotros y (...) se nos dio todo Él, ha dado su vida para salvarnos[11].

Un cristiano tibio, un cristiano pasivo, no ha acabado de entender lo que Cristo quiere de todos nosotros. Un cristiano que vaya a lo suyo, despreocupándose de la salvación de los demás, no ama con el Corazón de Jesús. El apostolado no es misión exclusiva de la Jerarquía, ni de los sacerdotes o religiosos. A todos nos llama el Señor para ser instrumentos, con el ejemplo y la palabra, de esa corriente de gracia que salta hasta la vida eterna[12]. San Josemaría lo enseñó desde los primeros momentos de la fundación del Opus Dei, como parte importantísima de la misión eclesial que de Dios había recibido. Su mensaje, válido para todos, se dirigía más concretamente a los cristianos comunes; a aquellas mujeres y a aquellos hombres que, por vocación divina, se desenvuelven en medio de las realidades terrenas tratando de convertirlas en medios para la extensión del Reino de Dios. Ten presente, hijo mío —escribió ya en los años de 1930—, que no eres solamente un alma que se une a otras almas para hacer una cosa buena.

Esto es mucho..., pero es poco. —Eres el Apóstol que cumple un mandato imperativo de Cristo[13].

Dos condiciones principales se requieren para que la participación de los fieles en la misión apostólica de la Iglesia tenga fruto: docilidad a las mociones del Paráclito y estrecha unión con el Papa y los Obispos en comunión con la Sede Apostólica. Las dos resultan imprescindibles.

El Espíritu Santo es —como ya señaló Pablo VI— «el agente principal de la evangelización»[14], el impulsor del apostolado en nuestra vida personal y en la de todos en la Iglesia. Evangelizar es «la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. La Iglesia existe para evangelizar»[15]. Y cada cristiano, lo mismo: existimos para ir al Cielo llevando con nosotros a muchas otras personas. Hemos de recurrir al Paráclito pidiéndole luces y fuerzas para sacar adelante la tarea de la nueva evangelización, que a todos nos ha sido encomendada. Para evangelizar, entonces, es necesario una vez más abrirse al horizonte del Espíritu de Dios, sin tener miedo de lo que nos pida y dónde nos guíe. ¡Encomendémonos a Él! Él nos hará capaces de vivir y testimoniar nuestra fe, e iluminará el corazón de quienes encontremos[16].

¡Qué gozo tan grande es propagar el conocimiento y el amor a Jesús! No aminoremos la marcha ante las posibles dificultades; por el contrario, como los primeros cristianos, cobijados bajo el manto de María, empeñémonos más y más en ser altavoces del Paráclito en cualquier lugar donde nos encontremos: con nuestro comportamiento reciamente cristiano, con nuestra palabra oportuna dicha al oído de aquella persona que vacila, con la caridad con la que siempre hemos de tratar a todos.

La segunda condición es la unión con el Papa y los Obispos. Unión de intenciones y de plegarias. Os insisto siempre en esto porque sólo con Pedro y bajo Pedro, en unidad con el Colegio episcopal, serviremos con eficacia a la Iglesia. Contribuimos a hacer más evidente esa apostolicidad, a los ojos de todos, manifestando con exquisita fidelidad la unión con el Papa, que es unión con Pedro. El amor al Romano Pontífice—escribió nuestro Padre— ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo[17].

Encontraremos la fortaleza para ir sin recelos ni complejos a devolver el mundo a Cristo, amando particularmente al Señor en la Cruz. La fiesta de la Exaltación, fiesta de la Cruz gloriosa, nos indica precisamente esto: el camino de la gloria pasa por la aceptación voluntaria y gozosa de las contrariedades, físicas y morales, que el Señor permita en nuestra vida: per crucem ad lucem, rezaba nuestro Padre. Con la presencia constante de María a nuestro lado, la Cruz se llena de alegría; en el madero florecen rosas —como en la cruz de palo de nuestros oratorios—, aunque a veces no falten las espinas. Pero, a pesar de nuestra poquedad, ¡resalta de modo estupendo el gozo de colaborar con Jesús en la salvación de las almas!

Dentro de pocos días, ya en Roma, me esperan —como siempre— muchas tareas que encauzar y resolver. Entre otras, la preparación de la beatificación del queridísimo don Álvaro, aunque aún no está concretada la fecha. Encomendad especialmente esta intención y aprovechad el tiempo que aún quede para conocer mejor su figura y sus escritos, y difundirlos; para agradecer su respuesta de plena fidelidad a la Trinidad Santísima, al espíritu de la Obra, a nuestro Padre.

Y seguid rezando por las enfermas y los enfermos —por los que hay en la Obra y por todos—, para que sepan unirse a la Cruz del Señor. Y así, de este modo, participen más intensamente en la aplicación de la redención obrada por Cristo a todas las almas.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Solingen, 1 de septiembre de 2013.


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