Sus ojos son claros, su mirada tiene la curiosidad de un niño y su trato es afable, expansivo, alegre. Hace más de 60 años la hermana superiora Clara Celia tomó los hábitos y hoy sigue abriendo corazones, llevando amor y calidez a quien lo necesita. Su trabajo misional la llevó a todo el país, pero en Misiones están sus afectos, hermanos, sus 36 sobrinos y no deja pasar un año sin volver a Posadas.
Allí pasó la última Navidad, el Año Nuevo y recorrió la costanera, tan bonita y tan distinta a la que era cuando ella era chica, con “casuchitas” que daban al río, recordó. Nació en Posadas, el 10 de julio de 1929, cuando la ciudad “era pequeña”.
Creció en una casona con su papá Rafael y su mamá Juana, diez hermanos en total, seis mujeres y cuatro varones. Su padre, Rafael Ludojoski era ruso, había recorrido medio mundo, desde Estados Unidos para abajo toda Sudamérica después de irse de su país, evitando la Primera Guerra Mundial. Hasta que un día llegó a Posadas “se encontró con mi mamá, Juana Campusano y ahí se afincó”. Ya había encontrado lo más importante de su vida y nunca tuvo nostalgias por su país natal.
“Tuve dos padres amorosos, mi papá fue un santo y mi mamá también, una familia que me enorgullece; me dieron todo lo que fui y soy”, relató a EDICIÓN en un día en que en Buenos Aires hace más calor que en Misiones, cuando ya enero declina hacia febrero. En un ambiente sobrio, en el convento donde vive en pleno corazón porteño, la hermana superiora Clara Celia, -“Chicha” sólo para la familia-, nos relató su vida, que en Posadas tiene capítulos centrales, como cuando decidió dejar todo para seguir los mandatos de Dios. ¿Cómo sintió la vocación?, le preguntamos. El camino, nos dijo, lo había iniciado su hermana, Ángeles, cuando un día le dijo a su padre: “quiero ser misionera” y él le respondió: “Yo quiero que mis hijos sean felices. Si estás decidida, tienes mi bendición”. Así era entonces, papá las acompañaba a los bailes, mamá al cine; cuando sus hermanas se casaron, vestidas de novia, las recuerda de rodillas en la sala de la casa, y papá y mamá las bendecían y después subían al auto y se iban a la Iglesia.
Lo cierto es que su hermana, que por entonces tenía 18 años y ella 16, haya decidido tomar los hábitos le cambió la vida. También un comentario de su padre, cuando pensó en voz alta sobre la vocación de Chela, así la llamaban de chica a su hermana monja, que hace más de 50 años está radicada en España, donde ejerce su misión pastoral. “Muchos hijos tengo pero entre todos Dios la quiere más a ella, a Chela, porque la saca de casa y la lleva al convento que es la casa de Dios”, dijo Rafael, sin ver que Clara Celia lo estaba escuchando. Las otras cuatro hermanas se habían casado, quedaba Chela y Chicha que, como toda la familia, tenían una vida religiosa. Estaban en la Acción Católica, estudiaron en el Inmaculada de Posadas y desde los quince años daban clases de catequesis en su casa.
La vocación de su hermana despertó en ella lo mismo. “Todas las noches yo rezaba un rosario, para que Dios me quiera, no decía de qué forma, yo quería experimentar el amor de Dios en mi vida, que es una experiencia fuerte. Cuando mi hermana tomó los hábitos en Rafael Calzada, Buenos Aires, nos invitó, fuimos desde Posadas y durante esa eucaristía yo lloré tanto, me emocioné tanto y me preguntaba: ‘Será que yo también podré ser misionera’; desconfiaba de mí misma, ¿podré ser? Cuando volvimos a Posadas lo hablé con mamá, después con papá y él me dijo: ‘Lo que quiero es que sean felices, si a vos también te llama Dios, que cumplas la vocación que tienes’. Fue entonces que se lo planteó al párroco, pero él descreyó de su vocación. “Vos no sos para el convento”, le dijo. ¿Por qué razón? Con picardía recuerda que era muy traviesa, le gustaba el teatro y participaba de todas las obras que se organizaban en el colegio. Hasta el día de hoy recuerda la letra de las poesías que recitaba. Con entonación nos recuerda una:
Ocurrió en la esquina/ casual incidente/ Ella la heroína y él haciéndose el valiente/ Con melena ella, como las estrellas/ Y él con gomina como cosa fina/Se vieron, se amaron y se entendieron/ y vi que se amaron/pequeño incidente con sus entretelas/ son cosas corrientes como las novelas/
Sin decir a nadie más que a sus padres y al cura párroco, Clara Celia empezó los preparativos para ir tras los pasos de su hermana. El sacerdote accedió a enviar un informe de buena conducta para que la recibieran y ella comenzó a comprar telas en las tiendas de Posadas para sus hábitos. Y llegó el gran día en el que entró a las Misioneras Siervas del Espíritu Santo de Rafael Calzada, donde estaba su hermana, la misma orden del Colegio Santa María de Posadas, que también está en ciudades como Puerto Rico, Iguazú, Apóstoles, Gobernador Roca. El primer paso es el postulantado, donde le hablaron de lo que implicaba la vida religiosa, luego vino el noviciado, los primeros votos y después el anillo con de la consagración perpetua. “Estaba decidida, sabía que era para siempre, a pesar de que tenía 17 años. Nunca pensé en probar, sabía que era mi camino”. A partir de allí comenzó su vida misionera.
Se había recibido también de maestra normal, y ejerció la docencia en numerosos colegios de la Capital Federal, también en el conurbano y hasta en Mar del Plata; fue directora de varios colegios pero, además, comenzó a hacer misiones pastorales. “Es muy beneficioso estar en contacto con distintas comunidades, con distintos grupos humanos con quienes compartir, te enriquece”. Uno de sus destinos, donde más veces estuvo, es la provincia de Neuquén. Recorrió, casa por casa, Cutral Có, Zapala, Mariano Moreno, Los Catutos, esta última integrada por una comunidad aborigen. “Trabajé en esa zona muchos años, con grupos de docentes universitarios; llegábamos al pueblo, visitábamos la familia, casa por casa, y recuerdo que preguntábamos: ‘¿Dónde está la próxima casa?’ Y nos respondían: ‘Allacito nomás’ pero ‘Allacito nomás’ era subir cerros y bajar. Parábamos en escuelas del estado, dábamos charlas de formación, espirituales, religiosas y ayuda escolar para los niños, alfabetización. En Cutral Có trabajé como maestra de alfabetización durante seis años. Me enriquecí en mi vida misionera, me abrió un horizonte magnífico” .
La hermana superiora Clara Celia confiesa que por gracia de Dios tiene un don para familiarizarse en los lugares que visita. “Siento que ya estaba ahí, que entré con los pies, pero también con el corazón”. Pero además antes de emprender una misión pide al Espíritu Santo que abra los corazones para que la palabra de Dios que va a transmitir sea entendida. También la gracia de Dios para que se viva con esa palabra “porque a veces las palabras son palabras, pero llevarlo a la práctica no es fácil”.
Su convicción es profunda. “Yo pienso que la palabra de Dios es viva y eficaz como dice la Biblia, y como dice San Pablo ‘más tajante que espada de doble filo’; así lo siento”, y sobre los que no escuchan o no quieren escuchar, reza todos los días. Tampoco desconoce que el mundo ha cambiado, muchísimo. “En aquel entonces los novios pedían la mano, no había ‘parejas’, se casaban; hoy día parece que primero tienen que probar…. Hay un cambio total en la sociedad”. Con preocupación señala que ve la familia destruida, padres ausentes, chicos solos. “No es fácil” pero siempre hay un mañana.
No da consejos, pero hay premisas fundamentales para encarar una vida en paz: “Respeto mutuo, entre el hombre y la mujer; hay que aceptarse, cuidarlo, cuidarse; tiene que haber firmeza en la educación, entender que hay limites en la vida; mi libertad termina cuando comienza la libertad del otro. En la familia, que es la primera sociedad, no todo está permitido. Hay que inculcar a los chicos la fe, que es un don, es un regalo. Hay personas que no la tienen porque no la conocen, nadie les habló”. Lamentó que “haya hogares que no transmiten el respeto, el amor, la vida de bien, la honestidad”. Y en esto no tiene que ver la pobreza. Recordó una de sus misiones, durante varios años, en la villa de emergencia de Villa Soldati, donde miles vivían hacinados, en casas de cartón, con pasillos angostos. Allí daba clases de catequismo durante la semana y los domingos pasaba a buscar a los chicos para llevarlos a misa. Para juntarlos se le ocurrió llevar una campanita, que hacía sonar en las puertas, donde las había, o lienzos, para recoger a los pequeños. “Un día escuché que un padre le avisaba a su hijo: ‘Ahí viene la cabra’”, recordó y estalló en carcajadas.
Después Clara Celia se emocionó cuando recordó que cuando se cumplieron sus 50 años de vida religiosa se hizo una misa de acción de gracias en la Parroquia Inmaculada de Posadas. Vino su hermana de España y toda la familia participó de la celebración. Fue hace ya más diez años, en el 2000. “Mi hermana dirigía la misa, los sobrinos leyeron la palabra de Dios, las peticiones, se primo Ignacio Sixto tocó el violín, el hijo de él el armonio; fue una misa preparada por mi familia” y allí pudo reunirse con hermanos, cuñados, sus 36 sobrinos, y muchos más.
Ahora Celia María está jubilada, pero más activa que nunca. Está a cargo de la Asociación de Misioneras del Espíritu Santo (AMES) después de haber sido, además, por 25 años, responsable de las comunidades de las hermanas. La AMES está integrada por laicos que se consagran al Espíritu Santo y es responsable de las reuniones con los grupos, de los retiros espirituales en los barrios porteños de Palermo, Caballito, Devoto, Floresta y en el gran Buenos Aires en Lanús, Lomas de Zamora y también en Montechingolo, Gonnet. “Ando por todos lados”, dijo y agrega más misiones a su cargo en Mendoza, San Luis, etc. “Por gracia de Dios sigo misionando”, afirmó con alegría.
“¡Cuánto ha sembrado!” le decimos y responde: “eso sólo lo sabe Dios”.
La fuerza la da su fe y una oración que reza todas las noches, desde que tenía 18 años, que la llevó a tomar los hábitos: “Te sigo sembrador/ según me dicen tu heredad es grande/ y tus mieses maduras ya se inclinan doradas por el sol/Oh! que feliz seré si tu me llamas/ si oyera yo tu voz/ sembrador de mirada compasiva/ seré tu segador…”.
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