miércoles, 27 de enero de 2016

Dios jamás quita la mirada del dolor humano

(RV).- En su audiencia general del último miércoles de enero, celebrada en la Plaza de San Pedro, ante varios miles de fieles y peregrinos procedentes de numerosos países, el Papa Francisco propuso a la atención de los fieles el tema de la misericordia de Dios en la Sagrada Escritura, presente a lo largo de toda la historia de Israel, tal como se deduce del relato del libro del Éxodo escogido como introducción.
Hablando en italiano el Papa Bergoglio recordó que el Señor, con su misericordia, acompañó el camino de los Patriarcas para conducirlos por sendas de gracia y reconciliación, tl como lo demuestra la historia de José y de sus hermanos.
En efecto Francisco destacó que Dios intervino con su salvación cuando los israelitas estaban a punto de sucumbir en Egipto porque escuchó el lamento de su pueblo, lo que demuestra – dijo – que la misericordia no puede permanecer indiferente ante los sufrimientos de los oprimidos, ante el grito de quien está sometido por la violencia, reducido a la esclavitud, o condenado a muerte.
Y añadió que se trata de una dolorosa realidad que aflige a los hombres de todas las épocas, incluida la nuestra, por lo que se sienten con frecuencia impotentes, con la tentación de que se les endurezca el corazón y de pensar en otra cosa.
Mientras Dios – afirmó el Santo Padre recordando cuanto él mismo ha escrito en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año –  no es indiferente. Dios jamás quita la mirada del dolor humano. Sino que Dios, que es misericordioso, atiende a los pobres y a quienes  gritan su desesperación. Es más – dijo Francisco – Dios escucha e interviene para salvar, suscitando hombres capaces de sentir el gemido del sufrimiento y de obrar en favor de los oprimidos.
Hacia el final de su reflexión el Pontífice afirmó que la misericordia del Señor vuelve precioso al hombre, lo que representa una de las maravillas de la misericordia divina que llega a su complimiento pleno en el Señor Jesús, en aquella “nueva y eterna alianza” en la que con su perdón destruye nuestro pecado, haciéndonos, definitivamente, hijos de Dios.

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