Reflexión semanal de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, en el programa «Claves para un mundo mejor» (10 de marzo de 2012)
Como ustedes saben estamos viviendo el tiempo de Cuaresma y todos los años, en este período, la Iglesia nos dirige un llamado a la conversión, nos ofrece la ocasión propicia para prepararnos de una manera particular a la próxima celebración de la Pascua.
En la liturgia de la Iglesia y en los textos bíblicos que se leen en este tiempo aparece la Cuaresma como una institución que tiene sus raíces en el Antiguo Testamento; sobre todo, las obras propias de este tiempo. En realidad, son las que el cristiano debe practicar en cualquier momento del año, pero que en este período se nos recomiendan para asumirlas de un modo más insistente, más profundo, más sincero. Jesús en el Sermón de la Montaña nos habla de esas obras de cuaresma; menciona la oración, el ayuno y la limosna. Es decir, una vida espiritual más intensa de comunicación con Dios, la generosidad en el ejercicio de las obras de misericordia para con los más necesitados, y también el ayuno. La práctica del ayuno me parece que suena de una manera un poco extraña en la sociedad contemporánea. Por eso quiero dedicarle esta reflexión.
En la antigüedad el ayuno tenía una importancia muy fuerte. Las primeras generaciones cristianas unían incluso el ayuno a la vigilia, a la privación de sueño, especialmente en los ambientes ascéticos y sobre todo en estos períodos particularmente penitenciales.
¿Pero qué significaba en la antigüedad el ayuno? Pensemos que el modo de vida concreto de la gente era otro, radicalmente distinto al de la actualidad. Era una vida muy plegada al ritmo de la naturaleza y no contaban con esa cantidad de comodidades, de facilidades que hacen la vida moderna más cómoda pero también más complicada.
Entonces el ayuno y la privación de sueño eran como cortes en el modo de vida de aquella gente, que les llamaban a las realidades espirituales, a las verdades eternas del hombre, a un cambio de vida.
Hoy día el ayuno, en realidad, no nos dice demasiado y, de hecho, en la disciplina de la Iglesia ha variado. Días de ayuno obligatorio son sólo el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. Después está la abstinencia de carne que tampoco nos daña demasiado porque no comemos carne todos los días, por distintas razones que no son precisamente espirituales.
Pero, recordemos que el ayuno significaba introducir un elemento que llamara la atención, que despegara a la gente del ritmo de vida habitual ¿a dónde tendríamos que apuntar en todo caso? Ya el Papa León el Grande, a principios del Siglo V decía en cuanto al ayuno cuaresmal que lo importante no era tanto privarse de alimentos como privarse de los vicios.
Hagamos una traducción a la actualidad: ¿qué cosas, hoy día, nos atrapan excesivamente, nos imponen un ritmo vertiginoso, una rutina que nos hace olvidar de las cosas de Dios, de las cosas trascendentes? ¿Qué elementos debiéramos introducir en la manera de pensar y de vivir como para que nos llamemos la atención a nosotros mismos y nos volvamos a Dios?.
Yo les propondría esto: fijarnos en qué adicciones se nos han incorporado a la vida y se han apegado nuestro corazón, nuestras costumbres, nuestras manías. Y cuando digo adicciones, una palabra que parece terrible, no estoy pensando necesariamente en el alcoholismo o la droga sino en tantas cosas que se nos han hecho necesarias y que no son esenciales.
Por otra parte, hoy día se habla de adicción informática, la adicción a la computadora, adicción al teléfono celular… ¿Cuánta gente, chicos y no solo chicos, viven pendientes del Facebook o del Twitter y están toda la vida en eso y van desarrollando una existencia más virtual que real? ¿Cuántas cosas se les pasan inadvertidas?.
Uno se puede preguntar: ¿Qué tiene que ver Dios con todo eso? Pues yo propondría entonces que hagamos en esta Cuaresma el ejercicio de reconocer nuestras propias adicciones, aquellos apegos desordenados, excesivos, que van quitándonos la atención a lo esencial, y especialmente a Dios.
Hagamos el esfuerzo de poner allí el ayuno y ayunemos de ellos. Adquiramos una cierta moderación en el uso de tantas cosas que además, son cosas que cuestan; ahorrando allí podríamos aplicarlo a la limosna, es decir al ejercicio de la caridad.
Espero que les sirva esta reflexión y que el tramo que nos queda de la Cuaresma pueda sernos útil.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
Como ustedes saben estamos viviendo el tiempo de Cuaresma y todos los años, en este período, la Iglesia nos dirige un llamado a la conversión, nos ofrece la ocasión propicia para prepararnos de una manera particular a la próxima celebración de la Pascua.
En la liturgia de la Iglesia y en los textos bíblicos que se leen en este tiempo aparece la Cuaresma como una institución que tiene sus raíces en el Antiguo Testamento; sobre todo, las obras propias de este tiempo. En realidad, son las que el cristiano debe practicar en cualquier momento del año, pero que en este período se nos recomiendan para asumirlas de un modo más insistente, más profundo, más sincero. Jesús en el Sermón de la Montaña nos habla de esas obras de cuaresma; menciona la oración, el ayuno y la limosna. Es decir, una vida espiritual más intensa de comunicación con Dios, la generosidad en el ejercicio de las obras de misericordia para con los más necesitados, y también el ayuno. La práctica del ayuno me parece que suena de una manera un poco extraña en la sociedad contemporánea. Por eso quiero dedicarle esta reflexión.
En la antigüedad el ayuno tenía una importancia muy fuerte. Las primeras generaciones cristianas unían incluso el ayuno a la vigilia, a la privación de sueño, especialmente en los ambientes ascéticos y sobre todo en estos períodos particularmente penitenciales.
¿Pero qué significaba en la antigüedad el ayuno? Pensemos que el modo de vida concreto de la gente era otro, radicalmente distinto al de la actualidad. Era una vida muy plegada al ritmo de la naturaleza y no contaban con esa cantidad de comodidades, de facilidades que hacen la vida moderna más cómoda pero también más complicada.
Entonces el ayuno y la privación de sueño eran como cortes en el modo de vida de aquella gente, que les llamaban a las realidades espirituales, a las verdades eternas del hombre, a un cambio de vida.
Hoy día el ayuno, en realidad, no nos dice demasiado y, de hecho, en la disciplina de la Iglesia ha variado. Días de ayuno obligatorio son sólo el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. Después está la abstinencia de carne que tampoco nos daña demasiado porque no comemos carne todos los días, por distintas razones que no son precisamente espirituales.
Pero, recordemos que el ayuno significaba introducir un elemento que llamara la atención, que despegara a la gente del ritmo de vida habitual ¿a dónde tendríamos que apuntar en todo caso? Ya el Papa León el Grande, a principios del Siglo V decía en cuanto al ayuno cuaresmal que lo importante no era tanto privarse de alimentos como privarse de los vicios.
Hagamos una traducción a la actualidad: ¿qué cosas, hoy día, nos atrapan excesivamente, nos imponen un ritmo vertiginoso, una rutina que nos hace olvidar de las cosas de Dios, de las cosas trascendentes? ¿Qué elementos debiéramos introducir en la manera de pensar y de vivir como para que nos llamemos la atención a nosotros mismos y nos volvamos a Dios?.
Yo les propondría esto: fijarnos en qué adicciones se nos han incorporado a la vida y se han apegado nuestro corazón, nuestras costumbres, nuestras manías. Y cuando digo adicciones, una palabra que parece terrible, no estoy pensando necesariamente en el alcoholismo o la droga sino en tantas cosas que se nos han hecho necesarias y que no son esenciales.
Por otra parte, hoy día se habla de adicción informática, la adicción a la computadora, adicción al teléfono celular… ¿Cuánta gente, chicos y no solo chicos, viven pendientes del Facebook o del Twitter y están toda la vida en eso y van desarrollando una existencia más virtual que real? ¿Cuántas cosas se les pasan inadvertidas?.
Uno se puede preguntar: ¿Qué tiene que ver Dios con todo eso? Pues yo propondría entonces que hagamos en esta Cuaresma el ejercicio de reconocer nuestras propias adicciones, aquellos apegos desordenados, excesivos, que van quitándonos la atención a lo esencial, y especialmente a Dios.
Hagamos el esfuerzo de poner allí el ayuno y ayunemos de ellos. Adquiramos una cierta moderación en el uso de tantas cosas que además, son cosas que cuestan; ahorrando allí podríamos aplicarlo a la limosna, es decir al ejercicio de la caridad.
Espero que les sirva esta reflexión y que el tramo que nos queda de la Cuaresma pueda sernos útil.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
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