DUBLÍN, lunes 11 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto de la homilía pronunciada por el cardenal Marc Ouellet --prefecto de la Congregación para los Obispos y legado de Benedicto XVI en el 50 Congreso Eucarístico Internacional de Dublín--, en la Solemne Misa de Apertura de este evento.
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Saludo con afecto a todos vosotros, aquí presentes: a mis hermanos obispos y sacerdotes, a los consagrados y consagradas, y a los muchos fieles de Irlanda y del mundo que han venido aquí para este Congreso Eucarístico Internacional. Como legado de nuestro amado santo padre, papa Benedicto XVI, quiero agradecer en forma especial al arzobispo Diarmuid Martin y a sus muchos colaboradores, que han trabajado muy duro para organizar este importante evento, como también a las autoridades civiles por su valiosa cooperación. Yo agradezco especialmente a los sacerdotes por su amor y coraje en este difícil tiempo de purificación en la vida de la Iglesia.
Es muy oportuno que, en la Providencia de Dios, este encuentro tenga lugar aquí en Irlanda. Es un país conocido por su belleza natural, su hospitalidad y su rica cultura, pero muy especialmente por su larga tradición de fidelidad a la fe católica. La fuerte historia de fidelidad de Irlanda ha enriquecido no sólo estas tierras sino también, a través de sus hijos e hijas misioneros, ha ayudado a llevar el Evangelio a muchos otros, lejos de aquí.
Ahora la Iglesia en Irlanda está sufriendo y enfrentando muchos nuevos y serios desafíos para la fe. Siendo bien conscientes de estos desafíos, nosotros nos volvemos a Nuestro Señor, que renueva, sana y fortalece la fe de Su pueblo. Sé, por mi propia experiencia del último Congreso Eucarístico Internacional en la ciudad de Quebec, que un evento como éste trae muchas bendiciones a la Iglesia local y a todos los participantes, incluyendo a aquellos que lo sostienen a través de la oración, el trabajo voluntario y la solidaridad. Y por eso rezamos con confianza en el Señor Eucarístico para que esta 50º edición de este gran evento de la Iglesia universal traiga una muy especial bendición para Irlanda en estos tiempos turbulentos y para todos vosotros.
Hemos venido aquí como familia de Dios, llamada por Él a escuchar su Santa Palabra, a recordar lo que somos a la luz de historia de la salvación y a responder a Dios por medio de la mayor y más sublime oración que jamás se haya conocido en el mundo: la Sagrada Eucaristía. Que el Espíritu Santo nos ayude a ser plenamente conscientes de cuán bendecidos y privilegiados somos.
El libro del Éxodo nos recuerda la alianza de Dios con Su pueblo. La alianza estaba basada en la palabra proclamada por Moisés al pueblo y sellada con la sangre derramada sobre el altar y sobre el pueblo: “Esta es la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con vosotros” (Ex. 24, 8). El pueblo formalmente prometió su obediencia diciendo: “Estamos resueltos a poner en práctica y a obedecer todo lo que el Señor ha dicho” (Ex. 24, 7).
La sangre es uno de los símbolos más importantes en la Biblia. La sangre significa vida, y la vida pertenece a Dios. Desde el principio, a los hombres les está prohibido derramar la sangre de otros hombres ya que tal acción los corrompe y los pone fuera de la presencia de Dios y de su amistad.
Conscientes del dominio de Dios sobre la vida, y muy especialmente sobre la vida humana, la gente de la mayor parte de las religiones ha ofrecido oraciones y sacrificios a Dios con el fin de obtener Su favor o compensar acciones de muerte. En el pueblo elegido de Israel, esta búsqueda de redención y purificación alcanza su culmen en Jesucristo, el Mediador de la nueva alianza.
Leemos en la Carta a los Hebreos: “¡cuánto más la sangre de Cristo, que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos tributar culto al Dios viviente!” (Hebreos 9, 14).
La sangre de Cristo tiene este poder de redención y purificación porque es una sangre derramada por perfecto amor por Dios y por la humanidad, una sangre divina que lleva la alianza a la perfección, no sólo para Israel sino para todos los pueblos.
En la última Cena, Jesús, después de consagrar el pan en Su Cuerpo, tomó el cáliz, volvió a dar gracias y se lo dio a sus discípulos diciendo: “Éste es el cáliz de mi sangre, la sangre de la nueva y eterna alianza, que será derramada por vosotros y por muchos” (Mc. 14, 24). “Derramada por muchos”, en lugar de “derramada por todos”, es una traducción más fiel del texto original, pero esto no quiere sugerir que el sacrificio de Jesús por todos los pueblos esté de alguna manera restringido. De hecho, el único sacrifico de Cristo ofrece salvación a todos y cada uno de los hombres. No sabemos, ni nos corresponde saber, si algunos o muchos rechazarán Su gracia al final. Sin embargo, nosotros rezamos para que la voluntad de Dios para la salvación de todos sea cumplida.
Queridos hermanos y hermanas, nosotros nos hemos reunido hoy aquí en esta Solemnidad del Corpus Domini como un símbolo de la Iglesia universal, venidos aquí desde todos los rincones de la tierra para celebrar el memorial de la nueva y eterna alianza en la sangre de Cristo.
Nuestra reunión es un acto de fe en la Sagrada Eucaristía, el tesoro de la Iglesia, que es esencial para su vida y para nuestra comunión como hermanos y hermanas en Cristo. La Iglesia vive de la Eucaristía, ella recibe su propia identidad del don del Cuerpo de Cristo. En comunión con Su Cuerpo, la Iglesia se convierte en lo que ella recibe: se convierte en un solo cuerpo con Él en el Espíritu de la nueva y eterna alianza. ¡Qué gran y maravilloso misterio! ¡Un misterio de amor!
El Señor resucitado ha desaparecido de nuestra vista pero Su amor está más cerca que nunca. Su Cuerpo resucitado ha adquirido nueva libertad y nuevas propiedades que hacen posible la maravilla de la Sagrada Eucaristía. Por el poder de Su divina palabra y Espíritu, Él convierte el pan y el vino realmente en Su Cuerpo y Sangre. Como nos enseña el papa San León Magno: “La divina presencia de nuestro Redentor ha pasado a los sacramentos” (Sermo 2 de Ascensione 1- 4: PL 54, 397-399).
Cuando recibimos la Comunión, el Espíritu del Señor presente en el Cuerpo de Cristo pasa a nuestros corazones y a nuestros cuerpos, haciéndonos un nuevo cuerpo eclesial, el cuerpo místico del Señor. Este cuerpo eclesial es nuestra más profunda identidad. Cada domingo y cada día especial de fiesta nosotros vamos a la iglesia a encontrarnos con el Señor resucitado, a fortalecer nuestro vínculo de amor con Él por la participación en la Sagrada Eucaristía. Si bien a los ojos del mundo puede parecer que nos reunimos por razones sociales o según nuestras tradiciones religiosas y culturales, de hecho somos convocados juntos por el mismo Señor, el Señor de la alianza nueva y eterna, que quiere que seamos un solo cuerpo con Él en una real y fiel alianza de amor.
A estas reuniones nosotros venimos como somos, pobres pecadores, y es posible que no siempre tengamos la adecuada disposición para recibir la Comunión. Pero, como nos recuerda el documento preparatorio para este Congreso Eucarístico, todos son capaces de vivir lo que se llama “comunión espiritual”, en el sentido de un acto de alabanza en el que cada uno se une a la dinámica de entrega personal que se celebra en la Misa (cfr. The Eucharist: Communion with Christ and with oneanother, n. 121).
Incluso cuando no se recibe la Comunión sacramental, nosotros podemos compartir en la gracia que fluye del Cuerpo y Sangre de Cristo a Su cuerpo eclesial. Esta participación consciente y activa significa pertenecer a un solo cuerpo y recibir de él amor, paz, esperanza y coraje para seguir adelante, aceptando nuestra propia cuota de sufrimiento. El Papa Benedicto nos dice: “Aun cuando no es posible acercarse a la Comunión sacramental, la participación en la santa Misa sigue siendo necesaria, válida, significativa y fructuosa” (Sacramentum Caritatis, n. 55).
Por lo tanto, abrámonos a la Palabra de Dios, que nos está llamando a ser más fieles colaboradores de la nueva alianza. Seamos más conscientes del inconmensurable don de la Sagrada Eucaristía. Dios merece mucha más adoración y gratitud por este regalo de amor.
Que nuestro testimonio de amor mutuo y servicio a nuestros hermanos y hermanas sea una humilde proclamación de la buena noticia de la Sagrada Eucaristía.
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