Nos hemos reunido como Episcopado para iniciar juntos el Año de la Fe y celebrar nuestra 104° Asamblea Plenaria, aquí, en Luján, a los pies de nuestra Madre. Especialmente en estas circunstancias que la crecida de las aguas e inundación ha causado dificultades y pérdidas a muchos hermanos nuestros, como a la misma Basílica. Hemos venido a rezar a un lugar que la fe del pueblo argentino ha privilegiado. Aquí estamos como creyentes y pastores. Venimos, ante todo, a agradecer a Dios el don de la fe que es la fuente de nuestra vida y compromiso pastoral. Venimos como creyentes y pastores: “llamados a servir la fe de nuestros hermanos” (Orientaciones Pastorales 2012-2014, 4). Necesitamos, para ello, ponernos ante Jesucristo en una actitud de humilde escucha, de discípulos. Nos sentimos los primeros convocados a vivir este tiempo de gracia. El Santo Padre nos habla de: “descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, trasmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos” (cfr. Jn. 6,51. Porta Fidei, 3).
La convocatoria al Año de la Fe es un llamado a vivir la gracia de la conversión, la vida de comunión y el espíritu de misión en la Iglesia. La fe: “que nos introduce en la vida de comunión con Dios” (P. F. 1), es el comienzo de una Vida Nueva que nos llama a ser en el mundo signos vivos de su presencia. Esta conciencia testimonial de la fe nos ha llevado a decir con dolor y responsabilidad pastoral, que debemos: “reconocer que las incoherencias y pecado de sus mismos pastores y miembros, han provocado desilusión en muchos creyentes y un debilitamiento en su fe” (Or. Pas. 4). La fe vivida es fuente de credibilidad y semilla de un mundo nuevo. Nuestra mirada agradecida se dirige al Señor que es: “el iniciador y consumador de nuestra fe” (Heb. 12, 2). Sólo en él nuestra fe alcanza su plenitud y su gozo. ¡Qué bueno pensar que la Iglesia en cada uno nosotros, como pastores, y en cada uno de sus miembros, ingresa en este tiempo de gracia y conversión, para mostrar ante el mundo el rostro siempre nuevo de Jesucristo!
Es en este contexto de escucha, contemplación y gratitud donde descubriremos el llamado del amor de Cristo que hoy nos urge: “a descubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe” (P. F. 7).
El marco que el Santo Padre ha elegido para convocarnos es, por demás, sugerente y orientador. Ha querido hacerlo al recordar los 50 años de la apertura del Concilio Vaticano II, los 20 años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica y, al mismo tiempo, iniciar la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, sobre el tema: “La nueva evangelización para la trasmisión de la fe cristiana”. Con ello nos marca un camino que debemos saber leer. Estas referencias, al tiempo que nos hablan de una Iglesia viva que camina la historia animada por el don del Espíritu Santo encierran, además, la riqueza de un contenido teológico, formativo y pastoral que nos iluminan y comprometen. Siento más que nunca, nos decía el Santo Padre: “el deber de indicar el Concilio como una gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX, y lo vuelve a llamar, una brújula segura para orientarnos en el siglo que comienza” (P F. 5). La síntesis que nos presenta el Catecismo nos ayuda a comprender la íntima y necesaria correspondencia entre la fe profesada, celebrada y vivida (cfr. P. F. 11-12). Es Pedro, que en el ejercicio de su ministerio personal nos convoca, como miembros del Colegio Apostólico, a profundizar en sus enseñanzas y a fortalecer el camino de la fe. Este llamado reclama de todo el pueblo de Dios un sincero espíritu de obediencia que es signo de una auténtica mirada de fe en la Iglesia y testimonio de comunión eclesial.
En el evangelio que acabamos de proclamar escuchábamos la respuesta de Jesús a la pregunta del escriba sobre: “¿Cuál es el primero de los mandamientos?” (Mc. 12, 18 ss). La respuesta es breve: “El primero es amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma… y el segundo, agrega, es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, y concluye: No hay otro mandamiento más grande que estos”. Comprender y vivir lo simple del evangelio necesita apertura y sencillez. No es llamativo, por ello, que Jesús pondere la actitud de los niños: “Les aseguro, nos dice, que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Lc. 18, 17). La fe necesita de un corazón limpio. Son Bienaventurados, precisamente, “los que tienen el corazón puro” (Mt. 5, 8). ¡Cuánta necesidad tiene el don de la fe de encontrar un suelo preparado! Aquí se abre todo un horizonte donde la preparación a la fe se nutre de una cultura abierta a la verdad, al bien y a la belleza. La fe y la cultura se necesitan, su amistad nos hace bien. Su ruptura es el mayor drama para el hombre y la sociedad (Pablo VI, E.N 20). Este desafío se convierte, desde la fe, en un impostergable impulso creativo y de servicio.
¿Qué es lo central en una vida de fe? De una manera simple el evangelio lo define: Amar a Dios y amar al prójimo. Son las dos caras de una auténtica vida de fe. Cuando Dios ocupa su lugar, cuando no hacemos de él alguien a quién pretendemos manejar, es decir, cuando Dios es el único Señor, todo adquiere su lugar y se jerarquiza. El hombre se comprende como criatura, conoce su grandeza y sus límites. Dios no ocupa el lugar de nadie, no compite con el hombre, pero sí ilumina el lugar de todos. La fe nos introduce en la verdad profunda de lo que somos; ella nos habla de nuestra dignidad de ser hijos de Dios en este mundo, pero con un destino de vida eterna. “Quién excluye a Dios de su horizonte falsifica el concepto de la misma realidad” (cfr. Benedicto XVI). Esta Vida Nueva que nos comunica la fe no es, por otra parte, una utopía sin raíces sino una realidad siempre actual que se nos da como gracia por Jesucristo, a través de su Palabra y los Sacramentos, como frutos de su Pascua. En la fe se funda la esperanza de plenitud de los bienes que ya poseemos (cfr. Heb. 11, 1). Por ello, amar a Dios que se nos manifestó en su Hijo Jesucristo, es el primer mandamiento que ilumina y da sentido a la vida del hombre en este mundo.
El segundo mandamiento es su consecuencia necesaria. Todo hombre en cuanto hijo de Dios es mi hermano. Este es el primer precepto de la moral social. A esta primera certeza le debemos agregar que Jesucristo, al hacerse hombre, se ha hecho hermano de cada hombre para asumir desde él su vida y hacerse su camino, de un modo especial de aquellos más pobres y necesitados: “Les aseguro que cada vez que hicieron algo con el más pequeño de mis hermanos lo hicieron conmigo” (Mt. 25, 40). En este sentido la opción preferencial, no excluyente, por el pobre es un acto de madura fidelidad al evangelio. En esta opción está implícita, nos decía el Santo Padre: “la fe cristológica de la Iglesia”. Una fe que no vea en el rostro de todo hombre a un hermano, a quien debe servir y comprometerse con su vida, en sus derechos y dignidad, no es una fe plenamente cristiana. Podemos distinguir el amor a Dios y el amor a nuestros hermanos, pero no separarlos, porque ambos forman una unidad en el designio creador y redentor de Dios. Este es el segundo mandamiento.
A partir de mañana nos reuniremos para reflexionar y evaluar nuestra misión al servicio de la Iglesia y de todos nuestros hermanos. Lo hacemos en el marco providencial de una fe vivida en lo concreto de nuestra Patria. Venimos desde diversas regiones con sus distintas realidades, traemos las esperanzas, pero también, las angustias y necesidades de nuestra gente. Nuestra fidelidad a Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, nos exige presencia, cercanía y compromiso con esta realidad. Nuestra mirada será una mirada de fe que nos debe iluminar, desde el evangelio, en la búsqueda de caminos al servicio del crecimiento integral del hombre. Desde la vivencia de la fe adquiere un lugar de relieve el impulso misionero de la Iglesia, orientado a: “una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe” (P. F. 7). Junto a ello, el testimonio de una caridad vivida como signo de la presencia de Dios. Cobran particular relieve algunos temas que hace a una cultura del respeto de la vida desde la concepción, como a su cuidado en momentos de mayor fragilidad. Junto a ello, y como un espacio necesario para su desarrollo, el valor de la familia, la dignidad de la mujer y los derechos del niño. Hay, además, una dimensión de la cultura que encuentra en el trabajo digno y en la equidad social, una expresión de justicia y de solidaridad que eleva el nivel de la sociedad.
Como creyentes y pastores hemos venido a Luján a iniciar el Año de la Fe y nuestra 104° Asamblea Plenaria. Le pedimos a María Santísima, Nuestra Madre, por nuestra Patria, por sus gobernantes y por todo el pueblo, para que Ella nos ayude a encontrarnos a través de la “sabiduría del diálogo”, que no es un lujo sino una necesidad que nos reclama el bien común de nuestra Patria, para juntos recrear la voluntad de ser Nación. Esto sigue siendo una deuda que nos debemos como argentinos. Amén.
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