martes, 18 de mayo de 2010

Educar en la propia familia


 

No se debe juzgar a un hombre por sus cualidades,

sino por el uso que hace de ellas.

La Rochefoucauld


 

  • Afectividad y carácter


 

  • Afabilidad


 

  • Tacto para la convivencia


 

  • Estímulo y simpatía. La pequeña Momo


 

  • Soledad acompañada. La familia de Alberto


 

  • Amistad, autoridad y obediencia


 

  • La autodisculpa y la mediocridad


 



Afectividad y carácter


La educación de la afectividad es un aspecto de decisiva importancia en la educación del carácter.

Y para educar correctamente la afectividad es cuestión clave que los padres se quieran mucho entre sí y que quieran mucho a los hijos.

—¿No es un poco tópico todo eso?

No creas, porque se comprueba continuamente cómo un ambiente familiar frío, desconfiado, o excesivamente rígido, puede hacer que un chico o una chica nunca lleguen a adquirir un sano equilibrio en su afectividad.

Cuando a los hijos les faltan en su infancia y adolescencia modelos claros de lo que es el cariño, no aciertan a captarlo bien tampoco después.

—Pero no siempre nos lo ponen fácil. Hay temporadas en que no se dejan querer, que son auténticos erizos...

No es para tanto. Además, ellos mismos se dan cuenta de que están raros, pero les cuesta vencerse. Compréndeles. Interésate por lo que a ellos les interesa, aunque te parezcan bobadas. Cuando conozcas un poco su mundo, descubrirás que es algo vivo y atractivo, y disfrutarás con ello, les entenderás mejor y te sorprenderás de los avances.

—Pero a veces tienen unas actitudes poco respetuosas y no se les puede comprender todo...

Comprender no es consentirlo todo. La convivencia familiar debe edificarse sobre un gran respeto por las personas: por el marido, por la mujer, por cada hijo, por el abuelo o la abuela si viven también allí.

Normalmente no hará falta explicarle
que debe tratar bien a todos:
lo ve, no hay que decírselo.

Sería interesante examinar con qué cuidado tratamos a cada uno. Si hay la suficiente consideración con todos. Si hablamos a todos y de todos con respeto y cariño. Si actuamos con justicia y lealtad también en su ausencia, de forma que si el interesado estuviera presente, quedara agradecido por el modo en que se habla de él; y que si hablaran de nosotros y pudiéramos escucharlo, quedáramos también agradecidos.

Saber llevarse bien es más importante de lo que parece.

—Creo que hay bastante gente que sabe ser agradable, y en las relaciones sociales son muy comunicativos y grandes conversadores, pero luego en su casa son intratables. Supongo que siempre es más fácil ser amable con los de fuera un ratito...

Cualquier persona inteligente sabe que las relaciones sociales más importantes son las de su propia casa. Por eso conviene estar vigilantes ante las grietas de la convivencia y del cariño dentro de la familia, ante esos enfrentamientos estúpidos, ante esa discusión idiota, ante esa sequedad de afecto, ante ese egoísmo de fondo o aquel orgullo tonto..., porque tontamente pueden estropear cosas muy valiosas.



Afabilidad


Hace ya unos años, en Estados Unidos, una poderosa fundación decidió financiar un amplio estudio sobre las causas del descenso de productividad de todo un sector de empresas del país.

Hicieron innumerables encuestas, entrevistaron a cientos de directivos de compañías pequeñas y grandes, analizaron todas las posibilidades, y al final se hizo un extenso informe que fue presentado a los responsables de la Fundación como resultado de más de un año de trabajo.

La idea que encabezaba el informe era la siguiente: el esfuerzo realizado por la mayoría de las empresas durante tantos años para optimizar los procesos de trabajo, especializar al máximo los cometidos y establecer rigurosísimos sistemas de control de productividad de cada empleado, había acabado por afectar negativamente al ambiente de trabajo.

Para el éxito y eficacia de una empresa —decía una de las conclusiones— es fundamental lograr un ambiente de trabajo que resulte grato y motivador para todos. Y como cuestión práctica, insistía en que es preciso empeñarse seriamente en tratar con más deferencia a los subordinados.

—Tampoco es un descubrimiento espectacular. No sé si hacía falta invertir tanto dinero para llegar a eso. Es casi de sentido común.

Estoy de acuerdo contigo, pero por lo menos es una alegría que nuestro sentido común coincida con lo que dicen tan prestigiosos investigadores.

Quizá en la familia podría hacerse un estudio parecido y sacar conclusiones similares.

Para mejorar todo el conjunto de la familia
habría que cuidar más
los detalles externos prácticos
de afabilidad y buena convivencia.

—Sería mejor decir que hay que mejorar en el cariño que se tienen entre sí los miembros de la familia. Lo otro viene como consecuencia, si existe ese cariño.

Tienes razón, pero hay personas a quienes les cuesta manifestarlo.

Cada uno es como es,
pero todas las personas necesitan cariño,
y hay que aprender a manifestar ese cariño
en detalles pequeños.

Hay que ser más afable en el trato, en cosas cuantificables y evaluables. No basta con quererse en general, en teoría: todos necesitamos palparlo en detalles. Enumeremos algunos consejos prácticos sobre detalles de afabilidad:

 esforzarse por ser delicado en el trato (Platón decía que no es necesario hacer ostentación de bondad, pero sí que se deje ver);

 acostumbrarse a no mandar sin razones, a no hablar en tono dogmático (procurando poner delante un "me parece que" o un "quizás");

 aprender a no encasquillarse por cosas que no tienen importancia;

 estar asequibles y facilitar a los hijos que hablen con nosotros, a solas si es preciso: hay muchos problemas que no se resuelven simplemente porque no se hablan en su momento;

 hacer que sea natural prestar pequeños servicios a los demás, y que nadie se sienta humillado por tener que hacerlos (para ello tienen que ir por delante los padres);

 aprender a reprender o a denegar un permiso sin ponerse antipático (ponte en su lugar y piensa cómo querrías que te lo dijeran a ti);

 saber algo de esas cosas que interesan a los hijos (de música, de la liga de fútbol, o de lo que sea), para facilitar el trato con ellos;

 ojo con las bromas: tienen que hacer gracia al sujeto paciente y no sólo al público presente; por eso es mejor no decir lo primero que se nos ocurre, y tampoco insistir demasiado en nuestras gracias: déjalas cuando veas que su risa comienza a ser un poco forzada, porque la ironía hiere y sus heridas son profundas.



Tacto para la convivencia


«Era una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir. A veces bastaba con oír su voz.

»Con frecuencia me pregunto de dónde sacaba ella ese tacto para la convivencia, sus originales criterios sobre las cosas, su delicado gusto, su sensibilidad.

»Sus antepasados eran gente sencilla, inmigrantes del campo, con poca imaginación. ¿De quién aprendió entonces...?».

Estas palabras de Delibes recuerdan, por contraste, aquellas otras personas que quizá tengan una exquisita educación pero que su presencia no resulta agradable, a veces incluso más bien lo contrario.

A lo mejor les sucede porque todo lo que no es suyo les resulta totalmente ajeno. O porque son personas tan encerradas en sí mismas que han acabado por alterar su propio equilibrio y resultar extrañas. O quizá porque, en la práctica, no saben convivir.

Conviene buscar detalles concretos en los que cada uno pueda proponerse mejorar, en cada una de las facetas de las virtudes de la convivencia. Por ejemplo:

 ir averiguando los gustos ajenos y procurar satisfacerlos siempre que se pueda, en vez de tratar de imponer los planes que a uno le apetecen;

 ser complaciente y buscar factores amenizantes de la convivencia (sin ser excesivamente obsequiosos ni asediantes: el personaje untuoso y poco natural, que ríe de sus propias gracias, o de lo que no tiene gracia, resulta bastante desagradable);

 no hablar demasiado (los excesivamente habladores marean), ni insistir sin confianza;

 no darse aires de persona ocupadísima, ni de sabelotodo, ni de gran memorista, ni de un don Preciso que lo quiere puntualizar todo;

 aprenderse los nombres de quienes trabajan con nosotros o de quienes nos cruzamos en la escalera para tratarles luego por su nombre (si anotamos las fechas de los santos o cumpleaños y nos acordamos de felicitarles, mucho mejor);

 decir cosas agradables a la gente siempre que se pueda (por ejemplo, frecuentando los temas de conversación que gustan a los demás y refiriéndose poco a uno mismo);

 no olvidar la importancia de los buenos modales para hacer la vida agradable a los demás: ser deferentes, saludar con cordialidad, ser puntuales, no elevar destempladamente la voz ni decir tacos, ser pulcros, no caminar con estrépito ni tratar zafiamente las cosas (abrir la puerta con el pie o el codo, caer a plomo sobre el asiento...), etc.

 hacer favores sin llevar la cuenta, empleando generosamente el tiempo, aunque el favorecido apenas pueda correspondernos con nada;

 agradecer las cosas, aunque sean insignificantes, y contestar a quien nos ha llamado por teléfono o nos ha escrito;

 animar a los desanimados, tratar con paciencia a los pesados, visitar a los enfermos y a la gente que sufre soledad; etc.



Estímulo y simpatía. La pequeña Momo


Momo es la pequeña protagonista de aquel famoso libro de Michael Ende que lleva su nombre. Una niña surgida un buen día en la vida de unas personas sencillas.

Nadie sabe quién es, ni de dónde viene, ni nada. Vive en unas ruinas de un antiguo teatro griego o romano. Pero todo el mundo quiere a la chiquilla. Las gentes se han dado cuenta de que han tenido mucha suerte por haber conocido a Momo. Se les hace la niña algo imprescindible. ¿Cómo han podido antes vivir sin ella? A su lado cualquiera está a gusto.

A la hora de hacer balance de su atractivo, no es fácil decir qué cualidad especial le adorna. No es que sea lista. No. Tampoco pronuncia frases sabias. No es que sepa cantar, o bailar, o hacer ninguna maravilla extraordinaria. ¿Qué tiene entonces?

La pequeña Momo sabe escuchar. Algo que no es tan frecuente como parece.

Momo sabe escuchar con atención y simpatía. Ante ella, la gente tonta tiene ideas inteligentes. Ante ella, el indeciso sabe de inmediato lo que quiere. El tímido se siente de súbito libre y valeroso. El desgraciado y agobiado se vuelve confiado y alegre. El más infeliz descubre que es importante para alguien en este mundo. Y es que Momo sabe escuchar.

Todos tenemos en la cabeza la imagen de chicos o de chicas, quizá de apariencia modesta y de cualidades corrientes, pero perseverantes en la amistad, leales, que contagian a su alrededor alegría y serenidad; y su vida aparece ante los demás como una luz, como una claridad, como un estímulo.

—¿Y por qué unos parece que lo son tanto y otros casi nada? ¿Crees que es quizá algo que viene de nacimiento?

Creo que no es sólo de nacimiento. Depende sobre todo de la educación que se ha recibido, y del esfuerzo personal que pone cada uno.

En todos los hombres hay en germen
buenas y malas tendencias,
y cada cual es responsable de la medida
en que permite al bien o al mal
adueñarse de su persona.

Todos sabemos que el alma sólo brilla después de muchos años de esfuerzo por sacarle lustre.

—Me ha gustado la historia de Momo, pero muchos chicos piensan que aguantar algo que no te gusta es ser un poco hipócrita.

No es ser hipócrita. Es parte de ese hábito de preocuparse por los demás y de procurar ser agradable que todo hombre sensato debiera esforzarse por adquirir. Además, cuando uno se esfuerza por ser agradable, pronto pasa a ser algo que sale casi siempre de modo natural.

Pero escuchar no es sólo cuestión de paciencia. Requiere sobre todo deseo de aprender, deseo de enriquecerse con las aportaciones de los demás.

Quien mientras escucha piensa sobre todo en preparar su respuesta, apenas escucha realmente. Sin embargo, quien escucha con atención, con verdadero deseo de comprender, sin dejarse arrastrar por un inmoderado afán de hablar él, o de rebatir lo que oye; quien sabe escuchar de verdad, se hace cada vez más valioso y hace que la persona que le habla se sienta también más valorada y querida.

Es triste que tantos hombres y mujeres hagan grandes sacrificios para poder lucir un coche o una ropa un poco mejor, o adelgazar un poco, o presumir de cualquier cosa, y que, sin embargo, apenas se esfuercen por escuchar más, o ser un poco más simpáticos y agradables, que es gratis y de mucho mejor efecto ante los demás.



Soledad acompañada. La familia de Alberto


«Mire, mi padre se va muy temprano y vuelve a casa tarde, cansadísimo —decía Alberto, un chico de quince años bastante despierto y algo nervioso.

«Algunos días ni le veo. Cuando llega, pasa de puntillas por delante de mi habitación para no despertarme. No sé para qué trabaja tanto; desde luego, no es porque nos falte nada.

»Le veo sólo algunos fines de semana, pero entonces siempre tiene mil cosas que hacer, o se va al fútbol, o se marcha a no sé dónde sin decirme nunca nada. Y si se queda en casa, se pasa el día medio tumbado en el sofá, leyendo.

»Mi madre se queda tranquila con tal de que estemos entretenidos viendo la televisión y que no demos guerra. Antes hablábamos más.

»Sé que ella dirá que soy yo el que está imposible, y que tengo un carácter intratable..., pero es que no soporto que a ella le parezca mal todo lo que hago y que me recrimine continuamente por tonterías.

»Pensará usted quizá que juzgo muy duro a mis padres o que no les quiero. Pero creo que mis padres serían los padres ideales si tuvieran mejor humor y algo de tiempo para nosotros. Creo que no pido tanto.

»Porque, últimamente, y no sé por qué —concluyó—, en casa somos todos como desconocidos. Nunca hablamos de nada. Se producen unos silencios insoportables.»

Esta queja adolescente puede servirnos para examinar cómo es nuestra familia. Porque a veces la familia se convierte en un conjunto de gente solitaria, de personas que, como Alberto, viven en compañía pero con un acompañamiento tan lejano que casi ahonda más la soledad.

Es muy cómodo que los hijos se pasen horas y horas ante la televisión, o que estén encerrados en su habitación escuchando música, y que así se distraigan y nos dejen en paz para poder dedicarnos a todas esas cosas que queremos hacer.

Pero si no quieres que en la familia
acabéis viviendo como desconocidos,
tenéis que sacar tiempo
para hablar y estar juntos.

—Oye, que ya sabes que no es tan fácil enlazar una conversación de más de dos minutos con un adolescente...

Bien, pero no te desanimes, que seguro que tu hijo o tu hija esperan que seas tú quien tome la iniciativa para hablar más. No esperes a que lo hagan ellos. Aun cuando a veces parezcan distantes, desean ese acercamiento a sus padres. No digas que no tienes ánimo para más, o que no estás de humor como para hacer más. Ten paciencia.

Busca el modo de facilitar esas conversaciones. Por ejemplo, no dejes que se llene de ruido la casa. Hay gente que cuando llega a su casa enciende inmediatamente la televisión, aunque apenas le interese lo que dice. Es un error grave, porque es necesario un poco de calma para que los hijos puedan estudiar, para que puedan hablarnos, para que hablen entre ellos, para que puedan pensar.



Amistad, autoridad y obediencia


La amistad entre padres e hijos se puede conjugar perfectamente con la autoridad que requiere la educación.

Es preciso crear un clima de gran confianza y de libertad, aun a riesgo de que alguna vez seamos engañados. Más vale que luego ellos mismos se avergüencen de haber abusado de esa confianza y se corrijan.

En cambio, cuando falta un mínimo de libertad, la familia se puede convertir en una auténtica escuela de la simulación.

—Pero a los adolescentes les cuesta mucho obedecer, les parece humillante...

Tienen que entender que, nos guste o no, todos obedecemos. En cualquier colectivo, las relaciones humanas implican vínculos y dependencias, y eso es inevitable. No pueden engañarse con ensueños de rebeldía infantil.

Pero, de todas formas, piensa si quizá les cuesta mucho obedecer porque tú no sabes mandar sin imperar. No olvides que hay muchos detalles que hacen más fácil y grata la obediencia:

 Exígete en los mismos puntos en que aconsejas, mandas o corriges. Es muy duro, si no, escucharte luego que tienen que ser humildes, pacientes y ordenados, si tú no vas por delante con el ejemplo.

 Manda con afán de servir, sin dar la sensación de que lo haces por comodidad personal. Que vean que te molestas tú primero. Muchas veces así ellos entenderán, sin necesidad de que nadie se lo diga, que deben hacer lo mismo.

 No exhibas demasiado la autoridad. No des lugar al temor o a la prevención.

 Procura saber lo que hiere a cada uno, para evitarlo delicadamente si es preciso. Sé comprensivo y sé muy humano. Aprende a disculpar. No te escandalices tontamente, pues supone casi siempre falta de conocimiento propio.

 Habla con llaneza y sin apasionamiento, sin exagerar, procurando ser objetivo. Aprende a discernir lo normal de lo preocupante o grave.

 Habla con claridad, a la cara. No seas blando, pero tampoco cortante.

 Sé positivo al juzgar y pon en primer término las buenas cualidades, antes de ver los defectos, y sin exagerarlos.

 No quieras fiscalizarlo todo. No quieras uniformarlo todo. Ama la diversidad en la familia. Inculca amor a la libertad, y ama el pluralismo como un bien.

 Respeta la intimidad de tus hijos, sus cosas, su armario, su mesa de estudio, su correspondencia. Y enséñales a respetar a los demás y su intimidad.

 No dejes que se prolonguen demasiado las situaciones de excesiva exigencia. Para ello, debes estar atento a la salud y al descanso para que nadie llegue al agotamiento psíquico o físico. Debes extremar los cuidados a los más necesitados (no todos los hijos son iguales), para evitar que tomen cuerpo las crisis de crecimiento o de madurez.



La autodisculpa y la mediocridad

«A mí no me gusta exigir tanto a mis hijos... —me decía una madre durante una conversación sobre la incierta trayectoria de uno de sus hijos.

»Me conformo con que aprueben, aunque sea a trancas y barrancas. No les pido que se compliquen la vida, ni que hagan ninguna maravilla. Ni yo ni ellos somos perfectos. Somos humanos. Y yo no quiero amargarles la existencia...»

Bien. De acuerdo. Pero..., me pregunto, ¿por qué equiparar eso de amargarse la existencia con tener unos ideales más altos? ¿Por qué ante cualquier fallo nuestro o ajeno —sobre todo nuestro— enseguida lo justificamos diciendo que es algo muy humano?

Somos humanos: parece como si lo propio del hombre fuera lo bajo, lo vulgar, lo vicioso, lo mezquino; cuando lo propiamente humano es la razón, la fuerza de voluntad, la verdad, el esfuerzo, el trabajo, el bien. Para ser verdaderos hombres hemos de empezar por no autodisculparnos siempre con la excusa de que somos humanos.

Es una excusa que tiene apariencia de humildad y, sin embargo, oculta habitualmente una cómoda apuesta por la mediocridad.



 


Hay que inculcar en los hijos un inconformismo natural ante lo mediocre.

Resulta mucho mayor
el número de chicos y chicas
que se acaban deslizando
por la pendiente de la mediocridad
que por la pendiente del mal.

Son muchos los que llenaron su juventud de grandes sueños, de grandes planes, de grandes metas que iban a conquistar; pero que en cuanto vieron que la cuesta de la vida era empinada, en cuanto descubrieron que todo lo valioso resultaba difícil de alcanzar, y que, mirando a su alrededor, la inmensa mayoría de la gente estaba tranquila en su mediocridad, entonces decidieron dejarse llevar ellos también.

La mediocridad es una enfermedad sin dolores, sin apenas síntomas visibles. Los mediocres parecen, si no felices, al menos tranquilos. Suelen presumir de la sencilla filosofía con que se toman la vida, y les resulta difícil darse cuenta de que consumen tontamente su existencia.

Todos tenemos que hacer un esfuerzo para salir de la vulgaridad y no regresar a ella de nuevo. Tenemos que ir llenando la vida de algo que le dé sentido, apostar por una existencia útil para los demás y para nosotros mismos, y no por una vida arrastrada y vulgar.

Porque, además, como dice el clásico castellano, no hay quien mal su tiempo emplee, que el tiempo no le castigue.

La vida está llena de alternativas. Vivir es apostar y mantener la apuesta. Apostar y retirarse al primer contratiempo sería morir por adelantado

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