viernes, 25 de enero de 2008

CONFESION QUE CONDUCE AL HOMBRE INTERIOR A LA HUMILDAD


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»Volviendo la mirada atentamente sobre mí mismo, y observando el curso de mi estado interior, he comprobado por experiencia que no amo a Dios, que no amo a mis semejantes, que no tengo fe, y que estoy lleno de orgullo y de sensualidad. Todo esto lo descubro realmente en mí como resultado del examen minucioso de mis sentimientos y de mi conducta, de este modo:
»1. No amo a Dios. —Puesto que si amase a Dios, estaría continuamente pensando en Él con profundo gozo. Cada pensamiento de Dios me daría alegría y deleite. Por el contrario, pienso mucho más a menudo, y con mucho más anhelo, en las cosas terrenales, y el pensar en Dios me resulta fatigoso y árido. Si amase a Dios, hablar con Él en la oración sería entonces mi alimento y mi deleite, y me llevaría a una ininterrumpida comunión con Él. Pero, por el contrario, no sólo no encuentro deleite en la oración, sino que incluso representa un esfuerzo para mí. Lucho con desgana, me debilita la pereza, y estoy siempre dispuesto a ocuparme con afán en cualquier fruslería, con tal de que acorte la oración y me aparte de ella. El tiempo se me va sin advertirlo en ocupaciones vanas, pero cuando estoy ocupado con Dios, cuando me pongo en Su presencia, cada hora me parece un año. Quien ama a otra persona, piensa en ella todo el día sin cesar, se la representa en la imaginación, se preocupa por ella, y en cualquier circunstancia no se le va nunca del pensamiento. Pero yo, a lo largo del día apenas si reservo una hora para sumirme en meditación sobre Dios, para inflamar mi corazón con amor por Él, mientras que entrego con ansia veintitrés horas como fervorosas ofrendas a los ídolos de mis pasiones. Soy pronto a la charla sobre asuntos frívolos y cosas que desagradan al espíritu; eso me da placer. Pero cuando se trata de la consideración de Dios, todo es aridez, fastidio e indolencia. Aun cuando sea llevado sin querer por otros hacia una conversación espiritual, rápidamente intento cambiar el tema por otro que dé satisfacción a mis deseos. Tengo una curiosidad incansable por las novedades, sean acontecimientos ciudadanos o asuntos políticos. Busco con ahínco la satisfacción de mi amor por el conocimiento en la ciencia y en el arte, y en la manera de obtener cosas que quiero poseer. Pero el estudio de la Ley de Dios, el conocimiento de Dios y de la religión, no me causan efecto, y no sacian ningún apetito de mi alma. Veo estas cosas no sólo como una ocupación no esencial para un cristiano, sino ocasionalmente como una especie de cuestión secundaria en que ocupar quizá el ocio, a ratos perdidos. Para resumir: Si el amor a Dios se reconoce por la observancia de sus mandamientos (Si me amáis, guardaréis mis mandamientos, dice Nuestro Señor Jesucristo), y yo no sólo no los guardo sino que incluso lo procuro poco, se concluye verdaderamente que no amo a Dios, Esto es lo que Basilio el Grande dice: “La prueba de que un hombre no ama a Dios y a Su Cristo está en el hecho de que no guarda Sus mandamientos.”

»2. No amo tampoco a mi prójimo. —Puesto que no sólo soy incapaz de decidirme a entregar mi vida por él (conforme a lo que dice el Evangelio), sino que ni siquiera sacrifico mi felicidad, mi bienestar y mi paz por el bien de mis semejantes. Si lo amase tanto como a mí mismo, como manda el Evangelio, sus infortunios me afligirían a mí también, e igualmente me deleitaría con su felicidad. Pero, por el contrario, presto oídos a extrañas e infortunadas historias sobre mi prójimo, y no siento pena; me quedo imperturbable o, lo que es peor, encuentro en ello un cierto placer. No sólo no cubro con amor la mala conducta de mi hermano, sino que la proclamo abiertamente con censura. Su bienestar, su honor y su felicidad no me causan placer como si fueran míos y, al igual que si se tratase de algo absolutamente ajeno a mí, no me proporcionan ningún sentimiento de dicha. Lo que es más, ellos despiertan en mí, de forma sutil, sentimientos de envidia o de menosprecio.

»3. No tengo fe. —Ni en la inmortalidad ni en el Evangelio. Si estuviera firmemente persuadido y creyese sin ninguna duda que más allá de la tumba se encuentra la vida eterna y la recompensa por las acciones de esta vida, pensaría en ello continuamente. La idea misma de la inmortalidad me aterraría, y haría que me condujese en esta vida como un extranjero que se dispone a penetrar en su tierra natal. Por el contrario, ni siquiera pienso en la eternidad, y veo el fin de esta vida terrena como el limite de mi existencia. Y esta secreta idea anida en mi interior: “¿Quién sabe lo que ocurre a la muerte?” Si digo que creo en la inmortalidad, hablo entonces sólo por mi entendimiento, pues mi corazón está muy lejos de una firme convicción de ello. Esto lo atestiguan abiertamente mi conducta y mi continua solicitud en dar satisfacción a la vida de los sentidos. Si mi corazón acogiese con fe el Santo Evangelio como la Palabra de Dios, yo estaría ocupado continuamente con él, lo estudiaría, hallaría deleite en él y pondría con toda devoción mi atención en él. En él se ocultan la sabiduría, la clemencia y el amor; él me llevaría a la felicidad, y yo encontraría gran gozo en estudiar la Ley de Dios día y noche. En él encontraría yo alimento, como mi pan cotidiano, y mi corazón sería movido a guardar sus leyes. Nada en el mundo sería lo bastante fuerte como para apartarme de él. Por el contrario, si de vez en cuando leo o escucho la Palabra de Dios, es tan sólo por necesidad o por un interés general por el saber, y al no prestarle una atención estrecha, la encuentro sosa y sin ningún interés. Por lo general, llego al término de la lectura sin sacar ningún provecho, y más que dispuesto a cambiar a una lectura mundana, en la que obtengo mayor placer y encuentro temas nuevos e interesantes.
»4. Estoy lleno de orgullo y de sensual amor por mí mismo. —Todas mis acciones lo confirman. Viendo algo bueno en mí mismo, quiero mostrarlo o enorgullecerme de ello ante otra gente, o admirarme yo mismo interiormente por ello. Si bien revelo una humildad exterior, con todo la atribuyo por entero a mis propias fuerzas y me considero superior a los demás, o por lo menos no peor que ellos. Si yo observo en mí una falta, trato de excusarla, y la disimulo diciendo: “Estoy hecho así,” o “no es mía la culpa”. Me enfurezco con los que no me tratan con respeto y los considero incapaces de apreciar la valía de las personas. Voy jactándome de mis dotes, y tomo como un insulto personal mis tropiezos en cualquier empresa. Murmuro, y encuentro placer en el infortunio de mis enemigos. Si me empeño por algo bueno es sólo con el propósito de ganar admiración, o autocomplacencia espiritual, o consuelo mundano. En una palabra: Hago de mí continuamente un ídolo y le presto servicio ininterrumpidamente, buscando en todo el placer de los sentidos y el sustento para mis pasiones sensuales y mis apetitos.
»Examinando todo esto, me veo arrogante, espurio, incrédulo, sin amor a Dios y con odio hacia mis semejantes. ¿Qué condición podría ser más culpable? La de los espíritus de las tinieblas es mejor que la mía. Ellos, aunque no aman a Dios, odian a los hombres y viven de orgullo, por lo menos creen y tiemblan. Pero en cuanto a mí, ¿puede haber una condena más terrible que la que me espera? ¿Y qué sentencia de castigo será más severa que la que recaerá sobre la vida de indiferencia y de desatino que reconozco en mí?»

Leyendo por entero este modelo de confesión que el sacerdote me había dado, quedé horrorizado y pensé para mí: «¡Dios mío! Qué pecados tan espantosos se esconden dentro de mí, y yo sin haber reparado nunca en ellos! » El deseo de verme limpio de ellos me hizo rogar a este gran padre espiritual que me enseñase cómo conocer las causas de todos estos males y cómo curarlos. Y él se puso a instruirme....
(Extraido de "Relatos de un peregrino ruso")

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